REPORTAJE DE ANDRES PARAMO 07-12-2020/ IMAGEN DE FRITO

El 19 de noviembre de 2015, prácticamente un mes antes de que la Alcaldía en cabeza de Gustavo Petro terminara su paso por Bogotá, el exsecretario de Educación, Óscar Sánchez, expidió de su puño y letra la Resolución 2092, la cual tenía como finalidad establecer unas directrices y lineamientos para la regulación de la oferta de bebidas y alimentos que las tiendas escolares de los colegios públicos de la ciudad hacían a niños, niñas y adolescentes. 

De acuerdo con Andrea Verú, ex directora de Bienestar Estudiantil en la Secretaría de Educación, la Resolución 2092 fue el punto final de un camino largo que emprendieron cuando quisieron darle al Programa de Alimentación Escolar un enfoque holístico que partía de más y mejores refrigerios y comidas calientes en conjunto con otras medidas: los colegios públicos pasaron, de acuerdo con su testimonio, de aproximadamente “610 mil a 745 mil raciones diarias de alimentación escolar”. Chuleado ese punto, empezaron a aterrizar el trabajo para el desarrollo de la Resolución: “como antecedente, empezamos a hacer unas reuniones, unas conversaciones y unas indagaciones sobre la tienda escolar, porque justamente queríamos hacer esos cambios nutricionales en todo el espectro. La intervención integral no podía quedar floja (…) con las tiendas escolares por fuera”. 

La Resolución, en fin, fue prohibiendo, aunque de manera muy gradual, la venta de bebidas azucaradas, bebidas con edulcorantes naturales, artificiales o ambos, incluidas las gaseosas de todo tipo, y los alimentos fritos en las tiendas escolares. De esta manera, el primer año de entrada en vigencia de la normativa, no podían ofrecerse estos productos dos días por mes. El segundo año, cuatro días. El tercero, seis. Y así, de manera escalonada, hasta completar la eliminación total de la oferta de este tipo de comestibles durante el mes completo (y por ende, todo el año), cosa que duraría, por demás, ocho años. En cuentas blancas, la regulación sería totalmente efectiva hasta 2023 (habría que saltarnos este 2020 de pandemia mundial por Covid-19, donde las tiendas escolares no operaron). 

Todo ello, dentro de un marco para la creación de ambientes saludables para las niñas, niños y adolescentes que asistieran a esas instituciones educativas. Esta regulación fue elaborada, revisada, aprobada y firmada por una veintena de funcionarios de dicha Secretaría.  

Por la fecha en que fue expedida, y por la forma progresiva en la que regula la oferta de bebidas azucaradas, es evidente que la norma se estableció como una regulación hacia el futuro: hacia otras administraciones venideras que vigilaran su cumplimiento, hacia otras generaciones de niños que le sacaran provecho y hacia otras reacciones de aquella industria que podría verse afectada por cuenta de las prohibiciones que allí se establecieron. 

Nada cae de la nada, sin embargo. Cada vez se hace más evidente que si no existe un esfuerzo estatal para la regulación y concientización del consumo de bebidas azucaradas, comestibles ultraprocesados, y en fin, todo aquello que no tenga mucho aporte nutricional (aunque sí calórico), los niños, niñas y adolescentes van a consumir a plenitud y desarrollar enfermedades que a largo plazo afectarán la salud pública de una sociedad entera. 

Los datos, los ejemplos y los contextos se han repetido hasta la saciedad en el mundo, pero al parecer nunca sobra repetirlos: desde 1975, de acuerdo a los datos que recauda la Organización Mundial de la Salud (de aquí en adelante: OMS), la obesidad se ha triplicado en todo el planeta. Para 2016, más de 1900 millones de adultos, de 18 o más años, tenían sobrepeso: 650 millones de ellos sufrían de obesidad. En las últimas cuatro décadas, la obesidad presente en la vida de los menores de edad ha aumentado 10 veces. Un estudio que en 2017 hicieron el Imperial College de Londres en conjunto con la OMS dice que, si se mantienen los índices actuales, para 2022, es decir, de aquí a dos años, va a haber más población infantil con sobrepeso que con insuficiencia ponderal (esto es por debajo del peso saludable): mejor dicho, fuimos pasando como humanidad de un extremo enfermizo al otro.

Ahora, en Colombia: la Encuesta Nacional de Salud Escolar, año 2018, consultó a 79.640 estudiantes de 13 a 17 años en todo el país acerca de hábitos de salud y factores relacionados con ella. Los resultados: 86% de los estudiantes escolares no consumen frutas ni verduras, 74% consumen una o más bebidas azucaradas al día, 47,3% consume fritos una o más veces al día, 14,8 por ciento se come algún tipo de comidas rápidas tres días a la semana y 83% come paquetes de ultraprocesados más de una vez al día. 

De acuerdo con un informe publicado en 2016 por la Comisión para acabar con la obesidad infantil, de la OMS, esta enfermedad en los menores de edad, que por cierto puede desarrollar en el futuro enfermedades crónicas no transmisibles (como la diabetes o la hipertensión arterial), se impulsa gravemente cuando las niñas, niños y adolescentes son expuestos permanentemente a ambientes “obesogénicos”. Dicho en cristiano, menores de edad que conviven con lugares donde el acceso y el consumo de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas no solamente es fácil, sino incluso puesto como prioridad, con publicidad en estanterías o neveras y sin ningún proceso pedagógico detrás. 

Y esto es grave, ya que, según también estudios que se han ido acumulando con el paso del tiempo y que repiten lo mismo sin ser escuchados, la publicidad y oferta fácil de productos hace que los niños se vean más propensos a consumir comestibles que son dañinos para su salud: la habilidad cognitiva para entender que la publicidad es persuasión y no verdad se desarrolla hasta los once años.  

Valentina Rozo, investigadora, autora del libro “Dime dónde estudias y te diré qué comes: oferta y publicidad en tiendas escolares de Bogotá”, dice que el problema se agrava porque muchos colegios no distinguen la primaria del bachillerato dentro de sus instalaciones: “si tú eres de segundo de primaria y vas a la tienda, vas a ver toda la nevera llena de Coca-Cola, o toda la nevera llena de Pony Malta: lo estás viendo y esa es una forma de publicidad. Eso es algo que se te vuelve un deseo, más si estás viendo a los estudiantes que son mayores que tú, seguramente esas figuras que admiras, que sí toman (esos productos)”. 

En Bogotá el tema de la presencia de la obesidad en la población no cambia mucho respecto a los datos de Colombia o del mundo. De acuerdo con la encuesta “Cuídate, sé feliz”, de la Secretaría de Salud, el 55,2% de los ciudadanos entrevistados en el espacio público (uno de cada dos) presentaban exceso de peso. 

Todo esto hace lógica la entrada en vigor de una regulación que, previendo temas como la salud pública, el derecho de los niños a un entorno saludable o incluso el costo económico que implica tener enferma a la población (datos del Ministerio de Salud de 2013 indican que la diabetes por cuenta de bebidas azucaradas en ese año fue de 470 millones de pesos), regule de manera más drástica lo que tenemos hasta ahora en un entorno tan vulnerable como el escolar.

Nada cae sobre la nada, sin embargo. 

Expedir una regulación a la venta de bebidas azucaradas y comestibles ultraprocesados ideal, drástica, de aplicación inmediata, ha sido de las gestas más difíciles que se puedan emprender en un país como Colombia, pese a que, por todas partes, a la luz de la evidencia científica más insistente, y de regulaciones jurídicas amplias (recomendaciones de la OMS, la Constitución Política de Colombia, el Código de Infancia y adolescencia, la Ley 1355 de 2009, llamada ley de obesidad, entre otras), es el camino adecuado. 

Es evidente que la Resolución 2092 de 2015 se estableció como una regulación hacia el futuro: hacia otras administraciones venideras que vigilaran su cumplimiento, hacia otras generaciones de niños que le sacaran provecho y hacia otras reacciones de aquella industria que podría verse afectada por cuenta de las prohibiciones que allí se establecieron. 

Lo hemos visto en más de una ocasión. 

Puede que haya evidencia, intención de regular de manera drástica como ya pasa en otras latitudes (Ecuador, Chile), pero, a la par, una serie de interferencias para que esto no suceda así. Carolina Piñeros, directora de Red Papaz, una organización que busca promover los derechos de niños, niñas y adolescentes, dice que “en general, y tal vez la primera consulta que yo hice formalmente fue a un viceministro, en el año 2013, y le pregunté por qué no se había reglamentado la Ley de Obesidad. Ya habían pasado cuatro años. Y él me dijo en ese momento: ‘es que hay mucha presión para que eso no pase’. Y así me lo dijo: era como punto final”.

Para una organización como Red Papaz, que ha acompañado estos intentos de política pública, los gremios de repente se unen en contra de cualquier cosa que se vislumbre en el horizonte con el aviso de la regulación. La industria azucarera, dice Piñeros, no lo hace sola, sino, por ejemplo, y entre otros actores, con la Asociación Nacional de Industriales de Colombia (de aquí en adelante: Andi), con el fin de que las cosas sigan como están: “hay un tema histórico en que los gobiernos permiten esa influencia de la industria”. 

Un ejemplo: en noviembre de 2016 llegó al Congreso de la República la discusión de la reforma tributaria, que incluía en su articulado un impuesto de 24% a las bebidas azucaradas, cosa que debía discutirse al interior del capitolio. El debate no vio una sola luz de esperanza. Lo que sí se vio fue la presencia de al menos 70 cabilderos, un amplio número de representantes de gremios como la Andi, Asocaña o Fenalco, miembros de empresas de bebidas azucaradas, como Coca-Cola o Postobón, y también representantes de industrias de comestibles ultraprocesados. Y, por supuesto, todos a una, se fueron por lo mismo: tratar de frenar la regulación.

“Digamos (dice Piñeros), que las asociaciones de la sociedad civil y la academia prestan como un servicio técnico, de apoyo (de información, de datos). El otro trabajo, que hacen todos estos gremios y estas empresas, es como una presión distinta, que tiene que ver con los intereses económicos, como ‘tú qué me das y yo qué te ofrezco’. O muchas veces les recuerdan a los congresistas que su partido, o que su misma candidatura, fue apoyada por fulanito y que ellos son parte de ese gremio, de esa industria”.

Carolina Medina, ex directora de Bienestar Estudiantil de la Secretaría de Educación (quien en 2014 entró en reemplazo de la ya citada Andrea Verú), una persona que estuvo detrás de procesos de capacitación a tiendas escolares, así como jornadas pedagógicas con tenderos, estudiantes y colegios públicos que han tenido procesos exitosos reduciendo a cero la oferta de bebidas azucaradas y fritos, nos contó que, justo antes de expedir la Resolución 2092, llegó la Andi, en forma de una división llamada Cámara de Alimentos, a tocar la puerta.

Puede que haya evidencia, intención de regular de manera drástica como ya pasa en otras latitudes (Ecuador, Chile), pero, a la par, una serie de interferencias para que esto no suceda así.

“Ellos (dice Medina), en el marco de la expedición de la Resolución, hicieron bastantes reclamos públicos a través de derechos de petición, a través del Concejo de Bogotá, diciendo que no podíamos estigmatizar un producto”. Es decir: elevaron recursos legales para decir que un acto como estos, una regulación del Distrito, se dedicaba a estigmatizar ciertos productos, cuando, como dice la misma Carolina, en ninguna parte del cuerpo de la Resolución se ve una marca específica. “Todas las empresas (sigue Medina) que comercializan y se lucran de la adicción al azúcar que tienen los seres humanos, manifestaron su queja y dijeron ‘bueno, a nosotros en términos de ventas no nos impacta, esto es quitarle un pelo a un gato, o sea, las empresas no viven de vender en las tiendas’. Lo que a ellos les costaba era el daño a la imagen del producto, es decir, que lo prohibieran en colegios porque algo malo tendría”. 

A ella, a Medina, le manifestaron que lo que sí les impactaba realmente era una disminución de las ventas en las tiendas de barrio. Y que si prohibían sus productos en los colegios, pues los padres de familia dejarían de consumirlos también en sus casas, cosa que les afectaría mucho. 

El impacto sobre la propia imagen: por eso estaban preocupados. 

El punto fue que la regulación quedó así: con un plazo de ocho años para su ejecución total.  

El centro de estudios Dejusticia, una ONG que investiga y toma medidas de incidencia en favor de los derechos ciudadanos, elevó el 6 de marzo de 2019 un derecho de petición para saber las razones por las cuales esta medida fue tomada contemplando dicha gradualidad. La Secretaría de Educación de entonces, ya bajo el gobierno de Enrique Peñalosa como alcalde, les dijo que: “en su momento, las condiciones establecidas en la Resolución crearon ‘oposición’ o ‘rechazo’ en particular de la industria de alimentos y de los mismos tenderos escolares, exponiendo entre otros elementos de carácter económico, por lo que la progresividad en su implementación, fue un mecanismo conciliador frente a las directrices definidas”.

Y pues bien, puede sonar razonable, incluso loable, el hecho de entender realidades (como que los tenderos arriendan el espacio y necesitan ganancias, entre tantos otros) después de que el Distrito, como nos lo contaron las dos ex directoras de Bienestar Escolar de la Secretaría de Educación, Medina y Verú, hayan realizado un trabajo de campo arduo tratando de entender el tema de las tiendas escolares y aplicando en algunas de ellas un proceso de iniciación en la política, priorización en las acciones, nominación y finalmente certificación, también teniendo en cuenta que, para la época, existían (según Medina) 468 tiendas escolares. 

Sin embargo, frente a esta realidad, que no es menor, se levanta la otra, la que ya expusimos, que evidencia la urgencia casi insoslayable de que estas medidas se tomen mucho más pronto (la propia Resolución cita al inicio una serie de medidas que invitan a pensar en la premura del tema). De hecho, en esto último fue en lo que se basó Dejusticia para pedir, a través de la figura de un derecho de petición fechado el 10 de mayo de 2019, que la Secretaría de Educación interviniera con el fin de modificar el artículo (el 5, de la Resolución 2092 de 2015) y, materialmente, prohibir la venta de estos alimentos no tan saludables en los entornos escolares. 

Jesús David Medina, un investigador de la misma corporación, que estuvo detrás de estas acciones legales, dice que ellos han dirigido una serie de derechos de petición para que “tanto la alcaldía de Enrique Peñalosa en su momento, como ahorita la de Claudia López, implementaran de manera inmediata esa restricción a la comercialización de bebidas azucaradas y comida chatarra, incluso de productos fritos, que trae la regulación”. Ellos argumentaron en su momento, de acuerdo con el mismo Jesús Medina, que ese periodo de gracia de ocho años no se sensibilizaba “por un lado, con las cifras que hacen las instituciones del Estado con relación a los niveles de sobrepeso y obesidad en menores, que aumenta justamente en la etapa escolar, y, por el otro, con el conjunto de obligaciones nacionales e internacionales del Estado en relación con la alimentación adecuada de niños y niñas”.  

La administración Distrital les respondió que ellos no lo hacían porque la regulación obedecía a una política pedagógica y de cultura a través de la cual era necesario que en esos ocho años se pudiera implementar. 

Ocho años, en estos términos, es un periodo de tiempo muy largo. Al menos en eso coinciden varios expertos. Diana Guarnizo, también de Dejusticia, dice que si bien la Resolución es un primer paso en un marco regulatorio ideal, y que adaptar tiendas para vender cosas saludables requiere de cambios de hábitos y la compra incluso de insumos (como neveras o cursos de capacitación), el tiempo que establece es demasiado laxo: “ocho años son muchísimo como tiempo de transición para una normatividad que no debería requerir más de un año. Establecer un tiempo de regulación tan largo es someter a una generación de niños a unos ambientes alimentarios que no son adecuados para ellos. Bogotá debería destacarse siendo un modelo en el tipo de regulación de ambientes escolares y tendría todas las condiciones para hacerlo”. 

En el entretanto, la Andi nunca se quedó quieta. O mejor: se movió rápido para luego quedarse inmóvil. Y en una jugada del tipo no-me-regulen-que-yo-me-regulo se sacó de debajo de la manga, a través de su Cámara de Industria de Bebidas, el llamado “Acuerdo de Autorregulación” del 19 de mayo de 2016,  justo cuando la Comisión de para la Equidad y la Competitividad Tributaria propuso que se impusiera un impuesto a las bebidas azucaradas. 

Ocho años, en estos términos, es un periodo de tiempo muy largo. Al menos en eso coinciden varios expertos. 

Entre las medidas, que por otra parte no son exigibles, ya que un acuerdo de este tipo no tiene vinculatoriedad alguna, se planteaba comercializar exclusivamente en las escuelas primarias las siguientes bebidas: agua mineral, jugos con un contenido de 100% de fruta, bebidas cuyo contenido de fruta sea superior o igual al 12% (no se menciona en el acuerdo el nivel de azúcar) y bebidas a base de cereal (para incluir la Pony Malta, que tiene un porcentaje de azúcar alto), con la salvedad, eso sí, de aquellas que sean “solicitadas específicamente por o con el acuerdo de la administración de cada colegio para propósitos institucionales, educacionales o formativos”. Este acuerdo fue firmado por las ocho empresas más grandes de bebidas azucaradas en Colombia, a saber: AJE, Monster Energy, Pepsico, Postobón, Coca-Cola, Coca-Cola Femsa, Bavaria y Redbull. 

Y eso quedó más o menos así, como un saludo a la bandera. Los gobiernos dejan que esas cosas pasen, como nos afirmó Carolina Piñeros de Red Papaz.

Al presente, bajo una óptica llamémosla estricta, existen dos regulaciones que deberían operar en las tiendas escolares: la Resolución 2092 de 2015 (que es gradual y supone una transición de 2015 a 2023) y ese mencionado acuerdo de autorregulación de la industria de bebidas azucaradas (que no tiene vinculatoriedad). Lo cierto es, sin embargo, que, analizadas estas disposiciones y contrastadas con la realidad, se ha demostrado que no tienen la suficiente notoriedad ni aplicación en los colegios. 

En el documento “Sobrepeso y contrapesos: la autorregulación de la industria no es suficiente para proteger a los menores de edad”, de la investigadora Valentina Rozo, quien realizó en 2017 un trabajo de campo en 12 colegios de la localidad de Ciudad Bolívar (valga recordar que los colegios a los que va dirigida la Resolución son los oficiales, para los privados se ofrece como guía), hay muchos baches en cuanto a la información y la aplicación. La Resolución, por ejemplo, es aplicada en el 25% de los colegios, y la justificación de quienes no la cumplen es básicamente que la tienda le pertenece a un tercero y no existen elementos como tiempo, conocimiento, interés o capacidad técnica para hacer la adaptación. En el caso del acuerdo de autorregulación el tema es más grave: ningún tendero la conoce. Es decir, siguen promoviéndose y vendiéndose el tipo de bebidas que las empresas acordaron no tener dentro de las tiendas escolares.

Si bien hay casos de éxito, como nos comentó Medina, la ex directora de Bienestar Estudiantil, e incluso casos en los que, después de una ayuda intersectorial entre Secretaría de Educación y Secretaría de Salud, en conjunto con fundaciones como la Cardioinfantil, se lograron hacer adaptaciones a las primeras quejas de los tenderos, muchos colegios siguen sin ser parte de este éxito relativo de la medida. 

El panorama, entonces, es el de una regulación progresiva por un lado y una autorregulación que no se cumple ni se conoce por el otro, en contraposición a una industria que tiene un cabildeo poderoso y que, incluso manifestando que las tiendas escolares no son objeto de su preocupación, sí levantaron quejas e hicieron esfuerzos para que las cosas quedaran como venían. 

Y lo cierto es que no venían nada bien.  

* Este artículo fue elaborado con el apoyo de ‘Vital Strategies’ y el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo-CAJAR.