COLUMNA DE Gabriel Silva Luján EN EL TIEMPO 13-07-2020 // FOTO EL TIEMPO

En toda democracia se considera parte inherente de la libertad de asociación que quienes están en una actividad productiva se unan para defender sus aspiraciones. Eso está bien, sin duda, pero hasta ahí. Sin embargo, en algunos sistemas políticos el rol, el protagonismo y el proceder de esas organizaciones privadas en vez de fortalecer las instituciones públicas pueden llegar a debilitarlas.

En Colombia, los gremios económicos son mucho más que los grupos de interés o las organizaciones de ‘lobby’ que se ven en otras latitudes. Como lo señalan los pocos estudios que se han hecho sobre el tema, entre ellos los de Fernando Cepeda, Angélica Rettberg, Miguel Urrutia y Jesús Bejarano, los gremios de la producción no son simples defensores de unas aspiraciones sectoriales ante el Estado. Son eso y mucho, mucho más.

Los gremios criollos más tradicionales se han convertido en verdaderas ‘parainstituciones’ que actúan de manera determinante en la viabilidad de los gobiernos de turno, en la dinámica del proceso electoral, en la toma de decisiones del Estado y en la asignación de legitimidad. De manera superlativa ejercen un poder cuasiestatal en franca competencia con las ramas del poder público, sobre las que despliegan su capacidad de influencia en forma decisiva. Para nadie es un secreto que, en muchas ocasiones, las instituciones y las agencias oficiales deciden con un ojo puesto en la Constitución y el otro en los guiños de los actores gremiales.

La parte cuestionable del accionar político de un gremio como la Andi es que esgrime una vocería colectiva que no le corresponde, desconociendo incluso a sus propios colegas del Consejo Gremial. Cuando se pronuncian, lo hacen invocando una representatividad muy superior a la que les corresponde, que usurpan de los otros actores del proceso político, estos sí indispensables. Fernando Cepeda, en su trabajo al respecto, muestra cómo buena parte de la debilidad de los partidos políticos y del Congreso ha estado asociada a que su función democrática de canalizadores del debate público desfallece ante el dinero, los medios y la eficacia de los gremios que asumen, desde su particular orilla ideológica, esa responsabilidad, que debería ser eminentemente política y no gremial.

El mejor ejemplo es el reciente comunicado emitido por la junta directiva de la Andi contra las propuestas de desobediencia civil de Gustavo Petro. No deja de sorprender que un gremio privado, más precisamente un puñado de empresarios, sienta que tiene el derecho de cuestionar y catalogar de ilegal –a nombre de todo el sector privado colombiano y de la Constitución– una posición que, si bien no comparto, proviene de un sector político que obtuvo la segunda mayor votación en las últimas elecciones. ¿Dónde estaba la Andi cuando el expresidente Álvaro Uribe propuso, con el ánimo de destruir el proceso de paz, una idea similar?

Es inconcebible, además, que olviden los dirigentes empresariales que deslegitimar a la oposición legal ha estado siempre en la raíz de la violencia en Colombia. Y no solo es cuestionable que un gremio intente deslegitimar un movimiento político de oposición, sino que es una torpeza que lesiona, ante todo, a la empresa privada. Con esa comunicación, lo único que logró Bruce Mac Master fue darle munición de calibre al discurso contestatario de Petro.

Cuando más cuidado hay que tener con las ambiciones grandilocuentes de las ‘instituciones gremiales’ es en épocas de crisis como la que estamos viviendo. Como se observó en el pasado y actualmente, los gobiernos y los liderazgos débiles tratan de subsanar el déficit de popularidad y legitimidad refugiándose en los brazos de las organizaciones empresariales. Obvio, ese endoso ‘incondicional’ no lo es tanto.

‘Dictum’. La cascada de víctimas del covid-19, crónica de una muerte anunciada.

GABRIEL SILVA LUJÁN